martes, 5 de enero de 2010

Nuevos vientos, cap 1. Escape.



Era de madrugada, sentía como pasaban los segundos, el agobiante temblor de la aleta delgada en el marco del reloj. Su corazón latía con fuerza, estaba preocupado. Debía madrugar a trabajar, a cargar cajas. Trabajaba por el salario mínimo. Subió 12 mil miserables pesos, mientras el mercado aumenta el precio de sus mercancías insaciablemente. Una clase compuesta de extranjeros y otra menos digna de si, la de algunos empresarios locales que se enriquecen feriando el patrimonio público. Explotan y llevan miseria a los trabajadores y al pueblo. Compraron un gobierno fascista. Sus padrinos en esta ocasión eran emergentes políticos engendrados por el frenesí el narcotráfico. De esa economía de ganancias gigantescas, apoyadas en la fuerza de la armas y violencia. Una clase ajena a las sutilezas y los embustes de la clase política tradicional para cercenar los derechos y ahondar en la entrega de nuestros suelos, nuestros mares, nuestra fuerza de trabajo, a los gran burgueses transnacionales.

Suenan los tambores del infierno. Salpican con su golpeteo sangriento, las paredes de las barriadas populares. Estelas de fuego calcinan el aire. Saca su R-15, con su grupo de seis guerreros, se defienden del asedio. Pero la cruenta carecía no deja hombre vivo. Los más poderosos, con mayor capital, destruyen con la contundencia de una aplanadora, la heroica resistencia. El negocio está monopolizado y los aventurados en sacar ganancia, pagan el precio con el canibalismo, salvajismo y la barbarie de humanos como hienas.
Quienes permanecieron en la oficina, ocuparon puestos estratégicos, apagaron las luces y situaron su miraba en el entresuelo de la puerta que daba a la calle. El sonido de los motores los alertaron.
Un seco quiebre de los vidrios frontales antecedieron una explosión. Salieron diseminados con violencia pedazos de madera, ladrillo y de todo cuanto había allí dentro, pedazos de hueso y sangre también.

Mandril se alcanzó a tirar al patio. Salió ileso. Hombres de capucha tumban la puerta y entran castigando ráfagas de fusil por todo el pequeño recinto. Asomó el pico del cañón por la ventana entre la cocina y el patio, impactando a los primeros tres que ingresaron. Mandril salta al patio vecino de inmediato, casi al mismo tiempo en que caían los cuerpos cercenados por el plomo. Atraviesa algunos techos y salta a un barranco tupido de árboles, ramas y piedras. Para quienes hacían la guardia en el anden de la entrada, su muerte fue fulminante. Balazos certeros en el cráneo, disparados a varios cientos de metros de distancia. Mandril dio como pudo con el terminal de transporte, tiró su fusil al río, se fue de guebas con un fajo de billetes, cargó su pistola y abordo la primer buseta que saliera para cualquier cagadero donde pudiera esconderse. Mientras arrancaba, recordó que un pendejo del barrio lo capturaron por meterse la plata robada en las medias, pues para comprar hasta un confite se quitaba las zapatillas y pelaba los dedos de uñas largas y mugrosas.

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