lunes, 30 de noviembre de 2009

Lastre

La maracachafa poco a poco se quemaba, se convertía en humo, en olor, en imágenes, sonidos, sensaciones. El lugar estaba invadido por un gusto dulzón y penetrante. La noche fría, la luna omnipotente, la bruma hegemónica, la ciudad gélida, distante, indiferente. Los espacios para el espíritu lejanos, escondidos, inexistente. Pero para la pasión, para el ego, para las ansias, para las ganas, para el desenfreno, para el animal habia una lugar. La taberna impregnada de sudor, de etílico, de donde beben los sedientos, donde el borrego se despoja de su pellejo y emerge el idiota feliz, el maniático pelíon, el jodido llorón, el diletante, la dama... Brilla con intensidad, se mueve, como una luciérnaga en el bosque, va de arriba a abajo, la estela luminosa rebota por las cuatro paredes del antro. El insecto iluminador sobresale en la sala, todos miran la inmensa catedral que reposa sobre una mano. Un reloj de oro. Suenan tangos y carrileras, se ven siluetas moverse con fluides por entre las cortas zanjas de mesa a mesa, flacas, desgarbados, gordas, mofletudos, cocodrilos, lámparas. Parece un refugio, es un lugar cálido, la temperatura se mantiene. La sazón la ponen los olores dulces y agrios de pucho, las especias, polvos y variedad de ramas y los agravios, las carcajadas y las burlas.

Hay muchas mesas y asientos, divisiones hechas en madera barata, delgada, liviana y varnizada. Las paredes rústicas están adornadas por recortes de periódicos, precios de cervezas, trazos toscos, una tipografía deforme, propaganda y noticias referentes al sitio mismo. Superficies añejas dan la sensación de estar tomando cerveza dentro de un baúl viejo o un cajón meado. Orinales desinfectados con tajos de limones, de bases y estructuras corroidas. Humedad. Con unos avisos a la altura de la cabeza: el certificado de control de plagas; la baldoza rallada con marcador: frases con gracias, otras incípidas, y estupideses, como salidas de un mamerto. Atienden los mismos cuatro personajes de siempre, fríos y antipaticos o afables y bromistas con los viejos conocidos. Cerveza barata, un público fiel, antiquísimo, compuesto de rostros rubicundos, ancianos borrachos, caballeros ebrios y el fenómeno juvenil, un consolidado de universitarios, vagos y diletantes. Huyen del frío nocturno, del tedio, de las calles y andenes áridos, de las vitrinas de negocios cerrados, de la amarga rutina, de sus espejismos, de las promesas incumplidas, de la espina de sociedad que los pincha, del desengaño de la existencia. Pero la paz no es más que el interregno entre la perturbación que arrecia. Pero en el gran movimiento de la urbe y sus órganos, siempre se manifiestan los síntomas de marginalidad, agonía y violencia de un pueblo oprimido y expoliado. La madera de la puerta se torció, las visagras rechinaron y súbitamente una ráfaga helada masacró a todos los moradores. Reinó el silencio, piel de gallina, escalofrío, espectativa, fueron las reacciones de quienes observaban con impaciencia la entrada. Termina la canción, las parejas toman asiento y todos, inconcientemente en un gesto coordinado, giran la cabeza situandola en el ángulo preciso para mirar de reojo. Alguien permació apasible, sereno, mirando de frente, de ojos aletargados, rojos y contraidos. La hermética acústica fue violentada, se fueron infiltando los lamentos de las ambulacias, el berrido de las sirenas policiales, el rujido cavernario de motores, el trazo de la contaminación dibujado por los vehículos. Esperaron pero nadie entró, aparentemente. Todos continuaron haciendo lo mismo que llevavan haciendo y que siempre hacian en aquél sitio. No se dieron cuenta que el invitado inesparado era su vida, sus problemas, sus angustias, su pasado, su lastre de existecia los que los perseguia, los asediaba, los interrumpia, venciendo cualquier sustancia, lugar o momento u obstáculo. No sabian que el invitado indeseable que estalla allí para observarlos era la muerte.