sábado, 17 de octubre de 2009

Noche de paz

El vapor de un café caliente se hace notar frente una noche fría y de soledad. Un cigarrillo, cada calada manifiesta un sonido cálido, amistoso, el mismo que la leña quemada al friolento y desarropado transhumante. El polvillo de una cocina sin lavar por años, se va derritiendo, mientras salen llamas de las estufas. El color amarillo se vuelve un rojo oscuro. Si los rubís se derritieran, ese sería el color. Ese rojo hermoso de vida llega a su cénit para luego hacerse oscuro, para tiznar todo aquello que toque en su recorrido semivertical y semihorizontal. ¡Que suene la música! se escucha desde los adentros de aquel laberinto. Una exclamación desesperada, sin norte, pero con mucho apremio. Y se escucha:

Una aurora de dignidad emanaban todos y cada uno. La tolerancia y el respeto fueron una ley natural que jamás se vio perturbada. Luego llegó lo esperado, la solidaridad, ese bello espectro que solo se manifiesta cuando se conjuran los elementos humanos y milenarios. Circularon unos pocillos con café suave y dulce. Todos bebieron de su seno. Todos recibieron la santidad de la tierra. Luego llegó una arepa amarilla, tostada, con mantequilla y sal, era deliciosa. Nadie se quedó sin morderla y sin hacerla descender por sus túneles hasta convertirla en energía. De allí salieron nuevos seres, diferentes, despojados de todos esos fardos inútiles y destructivos que la sociedad católica, hipócrita y frívola les amarró a los pobres niños en su morral cuando iban a la escuela.

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