lunes, 3 de agosto de 2009

Caminando ando.

Impulsado por la necesidad, emprendo una larga marcha por las calles de Pereira.

Huyéndole a un fantasma que asusta mi cuerpo y envenena mi alma.

Sol canicular de verano chispeante, el asfalto ennegrecido por el humo y las trémulas gomas de los autos.

Hago una parada, mis huesos rechinan y mis pulmones silban,
un puff de salbutamol, unos segundos y me siento Dios.

Sigo caminando pero de ipso facto, aparece la policía de tránsito, frena bruscamente y me grita:

“¡Detente jovencito! está usted caminando en forma grotesca y desprevenida.
No se mueve usted como hacen los demás,
apáticos y aferrados a un ritmo estático y frío,
siguiendo el compás que marca la ansiedad
de los afanes diarios.”

Y a continuación con tono de tiranía pregunta:
¿Es usted un filósofo, un criminal o un mariguano?
¿Cómo puede exhibir semejante y vulgar espectáculo?

Sin recibir respuesta, sentencia: “Usted debe ser multado, encarcelado y rehabilitado,
para que recupere la estrecha mirada y
la pasividad de los ciudadanos honrados."

Por lo azaroso del tráfico y lo cantinflesco del acto,
tan solo atino a pronunciar con aires de poeta:

“Agente, está usted muy buena,
pero no se preocupe,
que ni la autoridad me ordena,
solos sus grandes tetas y
majestuoso culo a
mi voluntad doblegan.”

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